Aquellos ensayos en el piano

Aprendí a tocar mi primer instrumento musical cuanto tenía trece años.

Un día, cuando regresaba de la ciudad de Lima, mi padre me trajo uno de los mejores regalos que pudo haberme obsequiado, un teclado electrónico.

No tardé en pedirle que me matriculase en clases de piano, y eso hizo, tanto a mí como a mi hermana nos inscribió a un curso de piano en una academia que tenía el nombre Cantares. En dicho lugar aprendí los conceptos básicos de la música, a leer partituras musicales y a interpretar mis primeras piezas musicales.

Luego de haber estudiado en dicha academia alrededor de un semestre, continué mi aprendizaje de forma personal, buscando principalmente perfeccionar mi oído musical. Busqué partituras de canciones en Internet y además instalé en mi computadora una herramienta virtual muy útil para practicar el piano; el software se llamaba: vanbasco karaoke player.

Cuando una afición cala y agrada de sobremanera, uno busca la forma de perfeccionarse y aprender cada día más. El teclado electrónico que me fue obsequiado por mi padre posee solo cuatro octavas (cuarenta y nueve teclas) y yo ya estaba aprendiendo piezas musicales que requerían un teclado de ocho octavas (ochenta y ocho teclas). Fue gracias a mi cercanía con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl de Cajamarca que tuve la oportunidad de ensayar incontables veces en el piano de pared que tienen como reliquia en su hogar. Gracias a la anuencia de las buenas religiosas logré expandir mi repertorio musical.

Aquellas horas invertidas en las que mente, dedos, marfil y cuerdas se conectaban, no hicieron más que acrecentar mi enamoramiento por el piano a tal punto de autocatalogarme como un pianista diletante.

Pasados los años, ya convertido en abogado y trabajando para mi Institución pude adquirir mi primer piano electrónico, uno Casio modelo Celviano que aún conservo, cuyas teclas han soportado y aún soportan el incesante golpeteo de mis dedos en el brillante marfil de sus teclas.