Sonriente viejecita
En mi estancia en la ciudad de Bambamarca, recuerdo que, a la hora del almuerzo, entre tres o cuatro mendigos recorrían la ciudad pidiendo limosna a los comensales que se concentraban en los restaurantes de la zona.
Uno de ellos es un anciano malhumorado, quien continuamente chacchaba hoja de coca y ante la negativa de ofrecerle buenamente una propina, despotricaba lanzando improperios y maldiciones de todo tipo. Otra de ellos era una anciana quien, de igual manera, cuando no se era dadivoso con ella, ¡ni la madre de uno se salvaba!
No obstante, recuerdo con bastante claridad a una viejecita de casi la misma edad de los otros ancianos quien también concurría algunas veces a los restaurantes a la hora del almuerzo, pero no para pedir caridad, sino para ofrecer en venta sus verduras, hierbas y frutas. Esta mujer, a quien calculo unos ochenta y tantos años, pese a su avanzada edad, no era capaz de pedir limosna, sino que aún sobrevivía trabajando a mano limpia; pero lo más peculiar de ella era que cada vez que ofrecía a alguien sus productos, le comprasen o no alguno de ellos, siempre esbozaba una vivaz sonrisa, lo cual la hacía parecer enormemente tierna.
Me he encontrado pocas veces con esa viejecita, de quien recuerdo su entusiasta sonrisa, y gracias a ella pude reflexionar muchas veces que esta máxima que dice que el trabajo dignifica al hombre (y a la mujer) no discrimina edad, pues mientras haya vida y voluntad, uno puede ganarse la vida trabajando, y también que, una sonrisa sincera es altamente contagiosa para alegrar la vida a los demás.
En la actualidad, desconozco su paradero, sólo la recuerdo en una de las esquinas del jirón Alfonso Ugarte, cargando la canastita donde llevaba sus verduras, frutas y hierbitas, y siempre muy sonriente la noble viejecita.